Caperucita roja

CAPERUCITA ROJA (1697)

Charles Perrault:
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
—¡Para comerte!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió. FIN

CAPERUCITA ROJA (1812)
Jakob y Wilhelm Grimm:
– Oh, abuela, ¡qué boca tan grandes y tan horrible tienes!
– Para comerte mejor.
No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y devoró a la pobre Caperucita Roja.
Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama y comenzó a dar sonoros ronquidos. Acertó a pasar el cazador por delante de la casa, y pensó: «¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo». Entonces, entró a la alcoba, y al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.
– Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! – dijo -; hace tiempo que te busco.
Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo :
– ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!…

Cuando los abuelos de los que ya peinamos canas o pulimos calvas construían fascinados sus radiogalenas, allá por los años veinte del siglo pasado, lo hacian mirando a un futuro de promesas científicas, de modernidad y de libertad. Todo estaba por inventar, y todo era posible. La radiactividad era algo recien descubierto, cuyo alcance, para lo bueno y para lo malo, aún no podía calibrarse. Podían encontrarse tónicos radiactivos en las farmacias que -quién sabe- quizás curaran el cancer, o proporcionaran superpoderes. Luego se vió que el tema no era ni tan sencillo ni tan inocuo, pero para los pioneros, la tierra de promisión no está exenta de riesgos, porque, no lo olvidemos, es salvaje.
Paralelamante, subrayamos el contraste entre la Caperucita roja de Perrault, y la de los hermanos Grimm, precisamente por eso, porque el mundo de Perrault era como el de nuestros abuelos -salvaje-, y sin embargo, el de los hermanos Grimm es como el nuestro, digamos que romántico. En 1697 no sólo rondaban por ahí los lobos de dos patas contra los que previene el fabulista francés. Cruzar el pirineo navarro en invierno, como advierte Daniel Defoe en Robinson Crusoe (1719), podía ser una aventura arriesgada, no exenta de encuentros poco agradables con manadas de lobos hambrientos, o incluso con osos envalentonados. Parece natural que se pretendiera asustar a los niños, por su propio bien. (Según registros históricos, en Francia hubo 3.069 personas muertas por lobos entre 1580-1830, de las cuales casi la mitad murieron de rabia).
Pero hacia 1812, el progreso había empezado ya a concretarse como concepto. La dialéctica de Hegel proponía concebir la historia como algo progresivo más que como algo cíclico, y así las cosas podían por tanto ir mejorando, tal vez creciendo, sin necesidad de ir repitiéndose una y otra vez. Darwin había nacido en 1809, y a Marx le faltaban seis años para hacerlo, por lo que no debe parecernos extraño que los hermanos Grimm le dieran otra oportunidad a Caperucita, para que su futuro fuera mejor. De esa manera, Caperucita no tendría que ser sustituida por otra caperucita, para que empezara otra vez el cuento, en una eterna repetición, sino que, con ayuda de la ciencia quirúrgica ejercida por el cazador en una cesárea apresurada, podría nacer de nuevo, aprender de sus errores y llegar a ser dueña de su destino. Lo cierto es que hasta la introducción de la asepsia en la segunda mitad del siglo XIX, la mortalidad en los casos de parto por cesárea rondaba el 80%, pero, ¿a quién le importaba entonces un lobo? A algún romántico. En las versiones más modernas, incluso el lobo se salva, para prometer portarse mejor en lo sucesivo. También él puede crecer, es decir, evolucionar, y ser reinsertado.
El romanticismo de principios del siglo XIX se refería al espacio natural europeo pretendidamente dominado que se contempla desde las alturas, sobre un mar de nubes. (El siglo XX mostró que el espacio socioeconómico no estaba tan dominado como el paisaje) El bosque ya no debía ser temido, pues había sido conquistado. (La última cima de los Alpes, el Cervino, fue hollada en 1865) Faltaba encontrar el modo de contar todo aquello, y esa pena melancólica, esa necesidad de un relato consolador, empujó a los corazones sensibles a acercarse otra vez a la naturaleza, no ya desde la lucha por dominarla o para arrancarle el último secreto, sino desde la necesidad de revivir lo acontecido y convertir la victoria en una bonita historia, darle sentido, valor simbólico. Acabado el trabajo de los guerreros, de los conquistadores, de los leñadores, de los balleneros, de los descubridores, les llegó el turno a los poetas. La arrogancia le cedió el paso a la añoranza…

Volviendo al mundo de nuestros abuelos, deberemos reconocer que su mirada no era precisamente contemplativa en relación a la tecnología. En todo caso, se valoraba más el heroismo del inventor que la belleza del invento. La gente de entonces, -excluyendo quizás algún dandy con aires románticos, como el extraño genio Nikola Tesla, inventor de la radio, sin duda sensible al sublime placer estético de las descargas eléctricas de alta tensión-, seguramente torcería el gesto si le indicáramos la posible cualidad estética de los inventos del momento: la radio, el fonógrafo, el cinematógrafo, o la luz eléctrica. Esos eran los primeros secretos arrancados a un filón que se prometía inmenso, y como en cualquier burbuja o fiebre del oro que se precie, lo que predominaba era el cinismo de «tonto el último»: Edison propuso la utilización de la corriente alterna ideada por Tesla como fuente de alimentación de la recién inventada silla eléctrica, más que nada para denigrarlo vinculando su nombre con un aparato tan siniestro.

El vínculo creciente entre arte y tecnología, una necesidad consolidada en el contexto del arte contemporáneo, no hace sino poner de relieve una vez más la demanda de un relato ético y estético que dé cuenta de todo lo acontecido desde el tiempo de nuestros abuelos. Ahora que otra vez se nos está acabando el mundo, como se acabó europa en el diecinueve, estamos una vez más en esa tesitura en la que la salvaje fuerza arrolladora del progreso da paso a una pausa reflexiva ante el precipicio, que nos invita a preguntarnos sin arrogancia acerca del sentido de una tecnología que nos lo promete todo, con la velada amenaza de que nos sea arrebatado después. Mañana una tormenta solar llegará a la tierra. Puede afectar, nos dicen, a las telecomunicaciones. Un volcán islandés ha colapsado el espacio aéreo europeo. Un terremoto ha desencadenado un desastre nuclear que devuelve de golpe un siglo atrás a cientos de miles de habitantes de la cultura tecnológicamente más avanzada de la tierra, a la vez que hipoteca su futuro por quién sabe cuanto tiempo. La naturaleza nunca estará del todo sometida, y por supuesto la tecnología no está del todo dominada. No podemos permitirnos una condescendencia ingenua, ni con una, ni mucho menos con la otra. Tras la pausa romántica del diecinueve llegó el siglo XX con todo su horror.

Augusto Zubiaga, 9-05-2011

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