Juventud, melancolía

 

 

 

 

 

Más allá del DNI, lo que llamamos identidad tiene que ver con aquello que nos hace reconocer y ser reconocidos. Por lo tanto, con lo que nos hace ser distintos y recordados. Hay quien quiere ser recordado en su individualidad, y quien se contenta con formar parte de una identidad colectiva. Muchos serán los llamados, y pocos los elegidos, y los elegidos lo serán por los llamados, por ley natural, en un ciclo de eterno retorno.

¿Por qué necesitamos ser reconocidos, tanto individual como colectivamente? La respuesta a esta interrogante puede que tenga que ver con algún tipo de designio evolutivo, porque es posible rastrear con amplitud esa pulsión por la hegemonía individual o grupal a todo lo largo y ancho de la esfera biológica.

Cabría entonces preguntarnos, por qué, por ejemplo, a diferencia de las abejas, y probablemente del resto de los animales sociales,  no nos contentamos con ese reconocimiento inmediato entre el tu y el yo, es decir, el nosotros, aquí y ahora, y sin embargo, reivindicamos el pasado y proyectamos el futuro como instancias legitimadoras de nuestro sentimiento identitario. Construimos historias bonitas y seductoras sobre lo que fuimos y seremos capaces de llegar a ser, historias que constituyen la pócima más potente, la feromona más arrebatadora que se haya esparcido jamás. Ese código  segregador, específicamente humano, alcanzó su perfección más exquisita posiblemente cuando el ser humano aprendió a  componer canciones con letra. Sentimientos con memoria. Canciones para amar, canciones para trabajar, canciones para luchar. En definitiva, canciones para juntarse y separarse: Los nuevos medios nos ofrecen el ágora más atestada que jamás hayamos podido imaginar para cantar  nuestro deseo a los cuatro vientos. Que ese deseo se convierta en realidad, es decir, que amemos, trabajemos y luchemos junto a los que nos escuchan, es una aspiración cada vez más cuestionable.

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